Imagina el hombre perfecto preparado para ti al final de un largo tunel, un recorrido que piensas que perfectamente puedes cruzar sin tener ni una sola lesión, un camino que parece de lo más inofensivo.
Al empezar a caminar tropiezas con una piedra, y como el ser humano es gilipollas, se levanta y se vuelve a tropezar. Bueno, eso no es mucho, asique decides continuar.
Poco después te cortas con unos sucios cristales los pies, y te fijas que tienes que cruzar más cristales para llegar al objetivo marcado, asique cojes fuerzas de donde no existen y caminas, desangrandote poco a poco, rasgando cada pedazo de piel y cayendo a un mar de cortes, arrastrandote a cuatro patas para poder salir de allí y, por fin, lo consigues.
Analizas tus heridas y el poco trayecto que queda, con lo cual merece la pena continuar caminando. Tomas una bocanada de aire y continuas. ¿Que es lo que ves? Fuego. ¿Seguro que quieres caminar tras el fuego? Obviamente, con lo cual cojes carrerilla y, con lagrimas en los ojos, corres, abriendote las nuevas antiguas y quemando cada parte de tu cuerpo en ese breve recorrido de fuego. La piel poco a poco va convirtiendose en carne asada, doliendote hasta los huesos, pero sales de ese tunel de fuego.
Todo tu cuerpo está completamente destrozado de cortes y graves quemaduras y solo queda un último tirón y una puerta directa a un hospital. El último tramo son unas afiladas espadas que te cortarán a medida que vayas caminando y es imposible esquivar sus pequeños pero dolorosos cortes.
¿Tú continuarías?
Yo, el masoquista, por supuesto. Fijo que llegar al hombre perfecto solo me da tiempo a pedirle que no quiero que me entierren y que le diga a mi madre que la quiero.
Déjame que te cierre esta noche los ojos,
y mañana vendré con un cigarro a la cama.
Porque no tengo más intenciones que seguir
bebiendo de esta copa que no está tan rota.
Quiero ser el único que te muerda en la boca.
Quiero saber que la vida contigo no va a terminar.
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